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Nos prometieron que una sociedad protegida sería también una sociedad libre. Que, si eliminábamos el miedo al desempleo, a la enfermedad, a la vejez, podríamos entonces dedicarnos a crear, pensar y vivir con plenitud. Pero algo no ocurrió como esperábamos.
¿Y si tanta protección nos estuviera quitando, poco a poco, el hambre de innovar, de crear o de enfrentar desafíos, de vivir una vida con sentido? ¿qué ocurre cuando el confort deja de ser un medio y se convierte en un fin? El Estado de Bienestar —ese invento civilizatorio que nos evita caer— también puede convertirse en una jaula de oro: reluciente, segura… e inmóvil.
La política contemporánea ha transformado al Estado de Bienestar en un dogma intocable. Los derechos sociales se han superpuesto a los derechos naturales -propiedad, vida y libertad-. Se insiste majaderamente en que sin Estado de Bienestar no hay justicia social y en su naturaleza -supuesta- de derechos fundamentales y no privilegios de una sociedad de la abundancia. Pero como ya se advertía desde mediados del siglo XX, los derechos genuinos no implican la expropiación del trabajo ajeno. Un derecho que obliga a otros a pagar por ti no es libertad, sino coerción institucionalizada porque cuando el Estado promete regalarte todo, la libertad no es más que un adorno retórico. Porque detrás de cada universidad gratuita o cada subsidio, siempre hay un vecino que paga la cuenta. Y créame: no está contento de hacerlo. Robert Nozik lo decía sin rodeos ya en la década de 1970 “un sistema que redistribuye riqueza sin consentimiento comete una forma de coerción moral.”
Más allá del plano filosófico, el debate adquiere fuerza en la experiencia europea. La misma experiencia socialdemócrata que en Chile intentamos implementar en los últimos años y que hoy se ofrece profundizar desde las posturas de derecha moderada hasta la izquierda radical.
En Europa, donde el Estado de Bienestar ha alcanzado su forma más acabada, los efectos culturales y sociales empiezan a revelar su cara menos amable: la masificación, la estandarización y la erosión del individuo y la asfixia fiscal de los contribuyentes en beneficio de un aparato burocrático que, paradójicamente, dice defenderlo.
Europa es hoy un laboratorio fascinante de lo que sucede cuando la comodidad se convierte en principio organizador de la sociedad. Universidades saturadas, hospitales colapsados, jóvenes frustrados, emprendedores asfixiados, contribuyentes exprimidos y, por si fuera poco, un sistema incapaz de absorber las tensiones de la inmigración masiva.
Para la socialdemocracia la estandarización es política de Estado, el Estado de Bienestar mientras multiplica los servicios que ofrece, tiende a uniformar cada vez más a la población. La diferenciación se hace cada vez más difícil y destacar es casi imposible. La razón es simple: el aparato estatal no está diseñado para la experimentación, sino para la administración.
El hospital público, la oficina de empleo, la universidad estatal, la caja de previsión: todos operan con la lógica del trámite. La eficiencia no se mide por resultados, sino por procedimientos cumplidos. El ciudadano deja de ser un individuo con necesidades, talentos y desafíos particulares para convertirse en un expediente que debe encajar en formularios predefinidos. No sorprende que los jóvenes emprendedores busquen salir: no solo por falta de oportunidades, sino por exceso de trabas.
La intervención estatal, bajo la apariencia de brindar seguridad, destruye la diversidad de soluciones espontáneas que surgen en la sociedad libre. Lo que en el libre mercado sería innovación constante, en el Estado se vuelve inercia y repetición. Así, Europa pasa de ser el continente de las revoluciones industriales a ser el geriátrico más grande del planeta. Mientras en Estados Unidos nacen unicornios tecnológicos y en Asia surgen industrias enteras, en el Viejo Continente los burócratas discuten nuevas regulaciones para el tamaño de las tostadoras o la forma de las bananas.
El Estado de Bienestar anestesia al individuo con su red de seguridad: “no importa si no emprendes, si no arriesgas, si no innovas; igual te daremos lo básico”, destruyendo así el espíritu humano en su totalidad, dando paso a una generación zombie que responde a la cultura del “me lo deben” y del “tengo derecho”.
Este es quizás el legado más peligroso y más difícil de combatir, el cultural. A más Estado de Bienestar, más adultos malcriados e infantilizados haciendo rabietas por cada nuevo “derecho fundamental” que viene en el listado. Nadie se pregunta quién los financia ni cómo se sostienen. Porque, claro, el dinero público es como el maná bíblico: cae del cielo y nunca se agota.
Voces contemporáneas como Johan Norberg o Matt Kibbe han advertido que los Estados que más “cuidadosamente” protegen a sus ciudadanos, son también los que menos margen dejan para la disidencia creativa y el emprendimiento. El costo no es solo fiscal: es espiritual.
En el sur de Europa, y aun más en Hispanoamérica, el problema se agrava: la red de bienestar se sostiene sobre una carga fiscal pesada y poco eficiente, que asfixia al sector productivo.
Una de las principales conquistas del Estado de Bienestar es la educación gratuita vendida como espejismo de la igualdad. La socialdemocracia repite la promesa: ningún joven quedará atrás porque el Estado financiará su formación. Pero en la práctica, ese privilegio se convierte en obligación y en una jaula que dificulta profundamente la diferenciación de cada individuo.
Cuando todos entran al mismo molde, lo que se pierde es la diversidad. Los programas educativos se diseñan pensando en las mayorías, en las métricas burocráticas, no en las pasiones individuales. La universidad masificada es un ejemplo claro: aulas con cientos de estudiantes, currículos idénticos para todos y profesores que deben enseñar a la “media estadística” en lugar de cultivar talentos singulares. El resultado es un sistema que, en palabras de Ludwig von Mises, “sustituye la iniciativa por la rutina, y la creación por la imitación”. Una matrícula gratuita pierde su valor cuando los diplomas son emitidos en masa, generando un mercado laboral saturado de títulos y vacío de innovación.
Y con tanta promesa de fantasía llega la factura que es imposible de pagar. La inmigración descontrolada en las sociedades de bienestar. Lo vive Europa hace un buen tiempo, con más recursos, y desde hace algunos años lo estamos viviendo en Chile también. Los Estados de Bienestar se convierten en un imán para millones que buscan mejores condiciones de vida. Pero cuando esos recién llegados entran a un sistema donde la educación, la salud y los subsidios se reparten gratis, la ecuación deja de cuadrar.
No se trata de xenofobia, sino de matemáticas básicas. Cuando millones ingresan al banquete de lo gratuito sin haber contribuido antes a la mesa, el resultado es previsible: déficits fiscales, presión sobre los servicios y una carga insoportable sobre los contribuyentes locales.
Suecia y Alemania ya reconocen que los costos sociales de la inmigración superan ampliamente los beneficios fiscales por el aporte de los recién llegados.
En nuestro país hemos visto como las listas de espera en la salud pública han aumentado de manera alarmante, entre 30 a 40 mil personas mueren esperando atención. Los liceos y jardines infantiles no tienen cupos suficientes para familias que llevan años aportando a la sociedad por una ola migrante sin precedentes para un país tan lejano como Chile. Presión política por aumento de impuestos, el llamado pacto fiscal, mientras ya tenemos un sistema económico que lleva una década mostrando fuerte caída en su dinamismo. Baja inversión, poco emprendimiento, nulo crecimiento de la productividad. La expansión del gasto público ha convertido al Estado en un elefante que nunca se sacia pidiendo más impuestos para seguir alimentando una máquina que no produce, solo reparte.
El sueño multicultural se transforma en pesadilla cuando el sistema, diseñado para una población homogénea y estable, intenta absorber flujos masivos que tensan no solo hasta el último centavo de las arcas estatales, sino también las normas de convivencia establecidas en un grupo relativamente homogéneo culturalmente.
En Chile, la presión por más gratuidad universitaria, más subsidios y más “derechos sociales garantizados” no es sino la misma dinámica que llevó a Europa a su actual crisis. La gratuidad universitaria ya nos regaló miles de egresados sin rumbo, titulados en carreras saturadas y condenados a vivir de empleos precarios. ¿Cuántos profesionales hay en Argentina conduciendo taxis?
Y aquí aparece el riesgo más profundo, el que rara vez se menciona: el Estado de Bienestar como puerta de entrada al totalitarismo.
No se necesita un dictador con botas ni tanques en las calles. Basta con un sistema que, bajo la excusa de “protegernos”, controle cada aspecto de nuestras vidas. Si la universidad es gratuita, el Estado decide qué y cómo se enseña. Si la salud es pública, el Estado establece qué tratamientos se priorizan y cuáles no. Si la jubilación depende de la caja común, el Estado determina cuándo y cómo podremos retirarnos. La pregunta ya no es “¿qué quiero hacer con mi vida?”, sino “¿qué me autoriza el Estado a hacer con ella?”.
“El Estado de Bienestar es el camino pavimentado hacia la servidumbre” afirmaba Röpke. No porque nos esclavice con látigos, sino porque nos adormece con subsidios. La tiranía blanda de la comodidad puede ser más peligrosa que la dura, porque casi nadie la percibe hasta que es demasiado tarde. Como también advertía Hayek, “esa puerta hacia la servidumbre no se abre de golpe, sino paso a paso, disfrazada de cuidado y estabilidad”.
En Chile, esa tentación es real: cada demanda social por más gratuidad, más subsidios y más derechos garantizados no es solo un gasto fiscal, es un ceder poder y control al Estado. Y ya sabemos que, cuando el Estado concentra demasiado poder, no lo devuelve nunca. ¿queremos ese tipo de sociedad donde la “chispeza chilensis” sea inadmisible y censurada? ¿Qué tipo de humanidad cultivamos cuando eliminamos el vacío, el error, la urgencia que generan el desafío, la innovación o la creatividad? Son esos esos aspectos de la vida que la transforman en humana y que van dándole forma al espíritu, el que hoy aparece cada vez más atrapado cómodamente en una jaula de oro.

Columnista de “El Carrascal”


