¿La Nueva Nobleza Roja a La Moneda? Jeannette Jara y el feudalismo con marketing inclusivo

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En los manuales de historia, el feudalismo aparece como una reliquia medieval: señores dueños de la tierra, vasallos obligados a servirles y un rígido orden social donde la movilidad social era casi imposible.

Un sistema que, a ojos modernos, parecería incompatible con las banderas rojas y las consignas revolucionarias de “igualdad para todos” que enarbolan el comunismo y el séquito de militantes disciplinados y obedientes como la candidata presidencial Jeannette Jara. Y, sin embargo, la ironía es que, al examinar con lupa las estructuras de poder que genera el comunismo en la práctica, el parecido con el feudalismo se vuelve incómodamente evidente.

En contraste, el liberalismo clásico —sí, ese demonio para muchos— fue la verdadera revolución. El liberalismo fue la primera vez que el ser humano dijo: “No necesito señor feudal. Ni de carne y hueso, ni disfrazado de burócrata”.

La democracia liberal fue la gran ruptura con el feudalismo: creó mercados libres, garantizó derechos individuales y naturales, la igualdad ante la ley, permitió la movilidad social como nunca antes en la historia y entregó certeza jurídica al garantizar el estado de derecho, el mismo estado de derecho que el ex alcalde comunista Daniel Jadue, llamó a pasar por encima en el contexto de las manifestaciones docentes por los descuentos en sus remuneraciones por días no trabajados.

Con el nacimiento del liberalismo, un campesino pudo convertirse en empresario, un aprendiz en inventor y un inmigrante en ciudadano próspero. Y así nació la burguesía, que se levantó contra la nobleza inamovible de la época y la derrocó para luego transformarse en enemiga acérrima del comunismo.

El liberalismo fue la base de la Revolución Industrial, de la expansión de las ciencias, de la abolición de privilegios hereditarios y de la explosión cultural de Occidente. No es perfecto —nada humano lo es—, pero representó el mayor salto civilizatorio que haya conocido la humanidad.

La propiedad privada, los contratos voluntarios, la libre empresa y la libertad individual, todas esas cosas que los defensores de este feudalismo 2.0 miran con desprecio, hicieron posible desde la invención de la imprenta hasta el iPhone. El liberalismo nos enseñó que la riqueza no viene de un plan quinquenal, sino de miles de planes individuales interactuando libremente. Que la civilización occidental no llegó a su cima porque un comité decidió qué debía inventar Gutenberg o Steve Jobs, sino porque les dejaron hacerlo.

En comparación, el comunismo, el socialismo y el Estado de bienestar parecen más bien una regresión: se visten de justicia social, pero acaban anulando la autonomía personal y devolviéndonos a una lógica medieval de dependencia.

Occidente llegó a su cúspide civilizatoria cuando abrazó el liberalismo como marco general: la combinación de democracia representativa, economía de mercado, Estado de Derecho y derechos individuales generó un desarrollo sin precedentes. No sólo en riqueza material, sino en libertades políticas, científicas y culturales. El liberalismo fue el motor que permitió que un obrero inglés del siglo XIX viviera mejor que un noble del siglo XIV, que un ciudadano medio del siglo XX tuviera acceso a medicinas, educación y tecnología impensables antes.

Pero claro, el liberalismo no tiene ese romanticismo feudal de “somos todos una gran familia”. Porque no lo somos. No tiene el romanticismo del puño en alto de la izquierda llamando a lo colectivo. Y aquí está su gran pecado a ojos de los nostálgicos del feudo: el liberalismo no promete cuidarte como a un niño; promete dejarte vivir como un adulto. Y eso, para algunos, es demasiado aterrador.

Hay algo fascinante en la capacidad de la historia para disfrazarse y hacernos creer que avanza, cuando en realidad se está probando ropa vieja. El comunismo lleva más de un siglo vendiéndose como la vanguardia del progreso humano, la superación definitiva de la opresión, la liberación del individuo. Quizá lo más inquietante de la candidatura de Jeannette Jara es que confirma la naturaleza cíclica del poder. Las dinastías no siempre se heredan por sangre: también por lealtad ideológica. El comunismo chileno, con ella como estandarte, no sería un proyecto nuevo, sino el regreso a una estructura feudal bajo banderas rojas y un discurso de justicia social, en el que todos seríamos iguales, pero ellos, más iguales que el resto.

Las ideologías marxistas y neomarxistas enarbolan la idea de la igualdad entre todos. Y, técnicamente con ellos lo seríamos, pero en la pobreza. La igualdad se alcanza no elevando a todos, sino bajando a todos al mismo nivel básico, excepto, claro, quienes tienen el poder. Sacándole los patines a quienes van más rápido, como afirmaba el ex ministro Eyzaguirre para la reforma educacional. La promesa de igualdad se diluye en una pirámide de privilegios a los que solo algunos tienen acceso. Una nobleza roja. Quien ocupa la cima —el partido y su élite— vive con acceso a bienes, movilidad y seguridad vetados al resto, y todo pagado con el fruto de tu trabajo, ya sea en forma de impuestos progresivos, como en el socialismo, o con la apropiación de los medios de producción y la abolición de la propiedad privada, si el sistema es comunista.

En teoría, el socialismo y el comunismo buscan eliminar las jerarquías económicas. Pero en la práctica, al concentrar todos los recursos y decisiones en manos de un Estado central, termina recreando una jerarquía rígida: en vez de nobles medievales, tenemos burócratas y agencias de impuestos; en vez de tierras feudales, empresas estatales que no responden a nadie; en vez de siervos, ciudadanos dependientes del Estado de Bienestar y cercados por normativas burocráticas y vigilancia recargada. La protección se convierte en excusa para vigilar, controlar y limitar tu capacidad de decidir, el Estado moderno tiene bases de datos, cámaras y pretenden tener acceso a tu historial bancario.

Jara se presenta como la protectora de los pobres contra los saqueadores neoliberales, la guardiana de la fortaleza estatal frente a la tormenta del libre mercado. Ofrece un Estado de Bienestar recargado y con su discurso de justicia social, ofrece pensiones, salarios irreales y los antiguos slogans de salud y educación “gratuitas”. Todo esto a cambio de una porción cada vez mayor de tu libertad económica, de los frutos de tu trabajo y de una burocracia cada vez más extenuante, tal como los campesinos acudían al señor feudal para pedir permiso por usar el molino o cazar un conejo para luego pagar el diezmo por los beneficios de ello.

En comparación, el socialismo, comunismo y el Estado de bienestar parecen más bien una regresión: se visten de justicia social, pero acaban anulando la autonomía personal y devolviéndonos a una lógica medieval de dependencia. El liberalismo dice: “eres libre para prosperar o fracasar”. El comunismo dice: “eres libre para obedecer”. El Estado de bienestar añade: “y si no obedeces, no hay subsidio para ti”. Y hoy añaden: “no tendrás nada y serás feliz”

Lo más paradójico es que el comunismo, que se presenta como ruptura con el pasado, termina resucitando una de las estructuras más antiguas de dominación. Cambian los uniformes y las consignas, pero el mecanismo de control es el mismo: un poder concentrado que otorga derechos como favores.

Tal vez la lección es que los sistemas humanos, por más radicales que se proclamen, tienden a reproducir viejas lógicas de poder y por ello, debemos limitar el poder que le entregamos al Estado sobre nosotros como individuos. Porque bajo el disfraz de la revolución, puede esconderse el eco de las campanas medievales.

Pero cada vez que cedemos terreno al colectivismo, ya sea por la vía socialista, en forma de comunismo puro o de un Estado de Bienestar, retrocedemos hacia el feudalismo. Cambiamos el riesgo de la libertad por la falsa seguridad de la servidumbre. Y lo peor: lo hacemos voluntariamente, convencidos por discursos que nos prometen justicia y acaban dándonos sumisión. Por eso, el liberalismo no es sólo un sistema económico o político: es la memoria viva de que hubo un momento en que rompimos las cadenas del feudo. Renunciar a él, por ingenuidad o por miedo, es darle la bienvenida a un feudalismo recalentado, servido en envases reciclables y con un eslogan progresista impreso en la tapa. Es feudalismo con marketing inclusivo.

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